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Los pétalos de su recuerdo

Era una tarde otoñal, una tarde ordinaria, de esas que no tienen gracia alguna, la brisa acariciaba mis ideas cuyo rumbo ya no recuerdo, todo era la misma rutina, un ciclo que no paraba, una caminata por el campo, el fausto trinar de las aves, las ardillas viéndome con curiosidad y yo… yo solo seguía un pseudo- rumbo, entre la nieve germinaba una flor, cuyos pétalos bailaban al son del viento, una flor tan etérea, parecía que al mínimo toque podría morir y sin previo aviso, como si fuera parte del destino llegó una golondrina cuyo vuelo raso desafiaba el confort de las alturas, una golondrina cuya osadía me sorprendió, se plantó en mi hombro y empezó a trinar una melodía que brindaba calma, después de la increíble, inesperada y bellísima serenata la golondrina bajó, acarició su cabecita con los pétalos y emigró.
Pasaron las horas y en todo el camino a casa no dejaba de pensar en aquella golondrina, me sorprendió demasiado su actuar, ¿no se puso a pensar que un humano la podría lastimar? ¿Qué hubiera pasado si es que estaba de mal humor y decidía matarla? Esas preguntas recorrían cada recoveco de mi cabeza, quise no darle más importancia pero para cuando me di cuenta, el firmamento silbaba una melodía que acuna, los animales cubrían su luz con ese pequeño pliego de piel, la luna iluminaba los caminos de todo ser vivo, el firmamento violáceo me decía con palabras mudas que tenía una cita con Morfeo a la cual, desgraciadamente no pude acudir, las dudas no me dejaban estar calmo, así que me vestí, me puse los primeros harapos que encontré, una chompa vieja adornada con parches, un pantalón desteñido y unos zapatos que iban perfectos con mi vetusta apariencia.
Volví al campo donde nuestro súbito encuentro se dió, vi a la flor tiritando de frío por la brisa, tenía una corona hecha con copos de nieve, los primeros en descender del lóbrego cielo, me senté al lado de la flor, esperando que con mi calor al menos la flor no sufra los gélidos latigazos del invierno que estaba prácticamente sobre nosotros.
No recuerdo en que momento me quedé dormido, solo sé que unos “piquitos” de golondrina me despertaron, el fuerte brillo del alba me cegó y en esa ceguera los trinos de aquel pompón alado me dieron calma nuevamente, la escena del día pasado se repitió, frotó la corona de su plumaje con el pétalo de la flor, era como un “te quiero sin palabras” y emigró.
De esa manera pasaron los días, siempre se repetía la misma escena, la llegada de la golondrina, un “te quiero mudo” un canto melifluo y una despedida sin palabras.
Los años pasaban y mis fuerzas se iban junto con la flor, sus pétalos se hacía débiles, pese a los cuidados que le di y la golondrina lo sabía, una tarde de verano, cuando el arrebol teñía el cielo, la golondrina llegó, pero hubo algo diferente en su actuar, su canto ya no daba calma, sino tristeza, no le dijo un te quiero mudo a la flor, sino que se paró frente a ella y trinó dos veces y con su piquito la arrancó y alzó vuelo en dirección opuesta, con las fuerzas que me quedaban la seguí y veía como cada pétalo se iba a medida que más se alejaba y de pronto la golondrina cayó, pude llegar hasta donde estaba y  la cargué en mis manos, ella me vio, trinó por última vez y cerró sus ojitos, los pétalos bailaban mientras caían y noté que habían formado un camino y así entendí que la golondrina entonaba un trinar triste porque era su último día de vida y quiso llevarse la flor como prueba de su existir y así lo hizo, pero como no podía hablar hizo un camino con ella dejando en su último sendero los pétalos de su recuerdo, las huellas de su amor.

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