60 minutos antes de la hora muerta puedo ver cómo la cobija nocturna nos abriga en el seno de su inmensidad.
Al norte una estrella, al sur un ápice de esperanza, al este una brisa que deprime y al oeste el perfume del mar.
Las nubes con su grisácea espesura son el encaje perfecto de una lencería idónea que se ubica bajo el vestido de noche del día después, pero...
¿Por qué tienen forma de camino?
¿Será que son un anexo divino?
¿Quizá un océano invertido que sin agua vino?
O ¿acaso el hilo abigarrado del destino que une la pureza y el pecado?
No lo sé, nunca lo sabré, sólo sé que nada sé, sé que algo une, desconozco el umbral que lo hace, quiero saber su extraordinario origen, para explicarlo en términos comunes.
Quiero pisarlo y recorrer ese sendero, quiero brincar desde esa altura, caer, morir, levantarme y vivir de nuevo para ver la luz que aparece cuando el día se desnuda y con suerte percibir la maldad que oculta la belleza del ocaso.
Pero quizá este escrito no sea más que una locura absurda que despega como piedra en catapulta y muere como las ilusiones del romántico en los tiempos de ahora, exangüe y dejando huellas por el suelo raso.
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